ROSA M. TRISTÁN
La película documental ‘El viaje de Unai’, de Andoni Canela, no es solamente una hermosa ocasión para disfrutar de las bellezas de los cinco continentes. Es, sobre todo, una oportunidad de disfrutar de la mirada de un niño, Unai, de 10 años, que tiene la oportunidad única de viajar por el planeta. Y lo mejor: sabe transmitirla desde la emoción, la aventura y el aprendizaje que le supuso esa experiencia. Son 70 minutos en los que quedan resumidos los 15 meses que el fotógrafo Andoni Canela pasó con su familia (su mujer, Meritxell Margarit, su hijo Unai y la más pequeña, Amaya) buscando a siete emblemáticos animales de la Tierra, que fueron siete ‘maestros’. Setenta minutos en los que los niños, los hijos, se convierten en protagonistas, sin un guión previo, sin ensayos, sin casting de por medio.
El estreno tuvo lugar en la Cineteca de Matadero, por cierto a rebosar de público, y nadie salió decepcionado con esas fantásticas imágenes de los elefantes de Namibia (los únicos de los siete que he tenido la suerte de ver en directo); la búsqueda del puma en la Patagonia, que casi les da un susto; el bisonte americano entre las nieves; los pingüinos rey de la Antártida; los cocodrilos australianos o los cálao bicorne que lograron ver en Tailandia. Pero sobre todo, más allá de las imágenes de la naturaleza, de la belleza que debemos PROTEGER, con mayúsculas, a mí personalmente me caló otro mensaje: ¿qué estamos enseñando a los niños? ¿por qué no es posible salirse del estrecho margen que marcan las directrices oficiales?
Resulta penoso que la familia de Unai tuviera tantos problemas porque decidieron compartir un curso escolar y medio con Unai nomadeando por diferentes culturas, que la burocracia les pusiera trabas a la educación a distancia, que no haya hueco para el aprendizaje de la vida en mitad de la naturaleza, la más sabia maestra. Resulta patético que nadie pida responsabilidades a los padres y madres por las horas que se pasan sus hijos ante una pantalla viendo basura, pero que Andoni y Meritxell tuvieran que andar rogando que les dejaran vivir a sus hijos la experiencia de viajar por desiertos, selvas y glaciares, de conocer niños de los cinco continentes. «Al final, lo conseguimos, pero nos costó y lo cierto es que luego aprobó todo con unas notas muy buenas. Un inspector de Educación lo pudo comprobar él mismo», señalaba la madre. Y comentaron como no tuvieron problemas para escolarizar a Unai en Estados Unidos y en Australia de un día para otro, sin ningún problema, los tres meses que pasaron en cada lugar.
Pero, más allá de que Unai fuera o no a clase, ¿qué libro, qué maestro hubiera sido capaz de transmitirle esa pasión por la naturaleza, de despertarle esa curiosidad que es la base del aprendizaje? ¿qué mejores notas que las que se consiguen aprendiendo de los árboles, de los pájaros o de un ciclón? Es verdad que no todos somos expertos conocedores de nuestro entorno, ni padres ni docentes, como sí lo es el Andoni Canela, pero también es verdad que no es preciso. Basta tener empeño en abrir esa puerta a la naturaleza y mostrársela con emoción, que es el aderezo necesario en estas lides. Tampoco hay que irse a Bostwana, ni a los Andes o las Montañas Rocosas. Siempre tenemos un campo a mano por descubrir, como contaba luego el pequeño Unai, que ahora pasa sus días recorriendo las cercanías de su casa, al pie de los Pirineos, disfrutando del avistamiento de culebras, buitres leonados y quizás algún jabalí.
Por ello creo que ‘El viaje de Unai’ es una película que debería ponerse en todos los colegios, por norma. Esa mirada infantil y hermosa de la Tierra que habitamos permite sacar el cerebro del constreñimiento intelectual al que sometemos a los niños cada día, en cada clase. No es suficiente sacarlos de visita a ‘granjas-escuela’ en las que ver también animales igualmente encerrados y constreñidos. Este film debería ser obligatorio porque libera convierte en posible un sueño de aventura que ahora la mayoría sólo puede jugar en la ‘playstation’.
Hace unos días en Zumaya comprobé cómo otros niños, como Unai, se emocionaban al ver un pulpo en un charco tanto como el hijo de Andoni lo hizo con un león. También a ellos se les abrió la puerta esa mañana de excursión geo-biológica, que sus padres eligieron en vez de un chapuzón playero. Seguramente ya no verán el mar con los mismos ojos.
Estamos a tiempo de cambiar el rumbo al que dirigimos a los niños-futuro de este planeta.