ROSA M. TRISTÁN
Infecciones, malaria, malnutrición, mercurio…. Esto son los males que según un estudio publicado en Science en agosto del año pasado estaban acabando con los yanomamis, ese pueblo amazónico disperso por la mayor selva tropical de la Tierra del que apenas quedan unos miles de representantes (unos 20.000). En realidad, detrás de casi todo ello está el oro, el mismo metal precioso que también es culpable del asesinato, hace unos días, de dos guerreros yanomamis a manos de unos mineros en el norte de Brasil. Ocurrió no lejos de la frontera con Venezuela, un lugar donde ya se viene avisando de que las grandes minas están surgiendo como setas, frente a la indiferencia mundial.
La noticia de estos dos crímenes nos llega de Survival Internacional y de Fiona Watson, investigadora de esta organización que lleva muchos años haciendo campaña para denunciar los abusos a los que se someten a los indígenas amazónicos. Las víctimas, explican, pertenecían a la comunidad de Xaruna, no lejos del río Uraricoera. Hoy es el epicentro de la fiebre del oro en la región. Survival recuerda que hace 27 años ya hubo un conflicto entre este pueblo, contactado pero que sigue viviendo según su cultura y tradiciones, y los mineros. En aquella ocasión, 16 yanomamis fueron asesinados, un auténtico genocidio según dictaminó entonces la Justicia brasileña.

Deforestación en el territorio yanomami, junto al río Uraricoera, de Enero de 2016 y Agosto de 2019.
La imagen de satélite que envía Survival lo dice todo: en 2016, selva virgen amazónica; en 2019, en el mismo lugar un agujero que se agranda y en el que el mercurio (que causa graves daños neurológicos en dosis elevadas) no se ve pero se presiente en las aguas de ese río donde los yanomami pescan desde hace siglos.
En realidad, la minería de oro es antigua en la Amazonía, pero a medida que aumenta su demanda -y nuestra electrónica, nuestros móviles y ordenadores tienen mucho que ver- se alcanzan zonas más profundas de los bosques tropicales, lugares donde las autoridades no llegan, aunque resulta evidente que saben de sus existencia. Y no son grandes compañías mineras, sino pequeñas empresas y mineros que ilegalmente se apropian de tierras que consideran libres, cuando no lo están, y que luego ‘blanquean’ su oro ilegal con intermediarios que lo ponen rumbo a nuestro mundo. Según el análisis de un grupo de investigación amazónico, la cuenca recibe al año 150 toneladas de mercurio con esta explotación.
Para protegerse y dar a conocer su realidad, los yanomami fundaron la asociación Hutukara, que desde hace unas semanas venía alertando de que los mineros estaban contagiando la COVID-19 a su étnia, Aseguran que por ello varios murieron y otros están muy enfermos y lanzaron la campaña #ForaGarimpoForaCovid. Ahora, los dos jóvenes que se les enfrentaron, también han perdido la vida: “El asesinato de dos yanomamis más por mineros debe ser investigado rigurosamente, y refuerza la necesidad de que el Estado brasileño actúe con urgencia para expulsar inmediatamente a los garimpeiros [mineros de oro] que están explotando ilegalmente la Tierra Yanomami y acosando y atacando a las comunidades indígenas que viven en ella. Pedimos a las autoridades que adopten todas las medidas necesarias para impedir que la minería siga costando las vidas de yanomamis”, dicen en un comunicado de Hutukara donde han lanzado una recogida de firmas para la expulsión de los 20.000 mineros ilegales que se calcula que hay en sus territorios. Su objetivo es conseguir 350.000 y ya van por 309.000.
Otras étnias amazónicas tampoco se están salvando de la COVID-19 son los araras del territorio de Cachoeira Seca, en el río Xingú. Allí está la tasa más alta conocida de infección por COVID-19 de la Amazonía brasileña: según datos oficiales, el 46% de los 121 araras que viven en la reserva han contraído el virus, pero quizás cuando escribo esto ya sean más. Los araras son un pueblo contactado recientemente, en 1987, y por tanto muy vulnerable a infecciones, pero es que además su zona está siendo arrasada por madereros, agroganaderos y colonos ilegales a los que tampoco se controla. Es el mismo contexto que sufren los yanomami, coincidiendo con un Gobierno que está desmantelando las políticas indigenistas y recortando los recursos humanos que debían dedicarse a ese control.
De hecho, con la pandemia no sólo ha llegado el coronavirus sino que más mineros ilegales, madereros y demás invasores han aprovechado la circunstancia para llegar a lugares tan alejados como la región del Río Jutaí, territorio de indígenas korubos aislados, el territorio Ituna Itata, el territorio indígena Arariboia de los amenazados awá o la reserva Uru Eu Wau Wau, donde en abril pasado también fue asesinado uno de los guardianes del bosque.
La única buena noticia para los indígenas amazónicos, que por cierto visitaron el Congreso de los Diputados hace un año (querían ‘reforestar el corazón de las personas en Europa’) y luego vinieron a la Cumbre del Clima, es que un juez de Brasil destituyó en mayo al misionero evangélico que el presidente Jair Bolsonaro había puesto al frente de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), como me contó el indigenista Sidney Possuelo en una entrevista. Sarah Shenker, también de Survival, dijo que era como “poner a un zorro al frente de un gallinero”. De hecho, Ricardo Lopes Dias se supo que trabajaba para evangelizar a los indios no contactados y de este modo tener excusa para que sus tierras fueran explotadas comercialmente, que es lo que busca Bolsonaro según los amazónicos.
Por lo demás, el panorama no es bueno para unos pueblos indígenas, que son muchos millones de personas a nivel global, que con el cambio climático ven que sus bosques se les secan, como revelaban hace unos días más de 200 científicos, o que viven la pérdida de su biodiversidad, cuando no tienen que escapar de un fuego.