Nostalgia de una ‘misión’ antártica


 

ROSA M. TRISTÁN

Cuando dejaba atrás la Antártida y, lentamente, los icebergs fueron desapareciendo de mi vista no imaginaba cuánto echaría de menos ese espacio en el que todo es grandioso, indomablemente salvaje. La mano invisible de nuestra especie está también ahí, echando un maleficio que viene cargado de destrucción y muerte para quien allí habitan, pero lo que llena los ojos y todos los sentidos es la belleza. En estado puro. Hoy, confinada, con el solo respiro de una pequeña terraza, la nostalgia por lo vivido a veces se presenta como un torbellino.

Esa nostalgia viene a acompañada de dos sentimientos contrapuestos que luchan entre si: el entusiasmo por haber conocido un pedazo más de este asombroso hogar que es nuestra Tierra y haberlo hecho de la mano de quienes mejor lo conocen, y la tristeza de comprobar que ni siquiera una amenaza contundente y mortal a nuestra propia vida como es el coronavirus, provocado por nuestra estupidez humana, puede hacernos cambiar el rumbo. Y me pregunto… ¿Qué pasará si volvemos a usar coches privados para todo? ¿Habrá un repunte del uso de plásticos por un aumento de objetos de usar y tirar? ¿Volvemos a la tentación de invertir en construcción (en Madrid) o en turismo (el campo de golf de Nerja) que aumentará el desastre ambiental? ¿Nos olvidaremos de limpiar la casa que ahora nos parece más limpia en aras de un modelo económico que regresará al absurdo del crecimiento infinito?

Os quería compartir aquí, en el Laboratorio para Sapiens, el artículo publicado el domingo día 26 en EL PAÍS SEMANAL. MISIÓN ANTÁRTICA: SALVAR LA TIERRA. Os aconsejo escuchar el podcast y ver el vídeo que lo acompaña de Pepe Molina. Y sobre todo disfrutar con las fotos de Fernando Moreles, todo un artista de la cámara.  Y me gusta el título, que yo no escogí, porque estoy convencida de que para salvar la Tierra primero hay que conocer al detalle qué es lo que allí está ocurriendo, algo que no sería posible si no fuera por los científicos, técnicos y militares, miles en estos 33 años, que participan en las campañas antárticas. Convivir con algunos de ellos, comprender las dificultades a las que se enfrentan, compartir los riesgos, que los hay, y sobre todo ‘absorber’ su conocimiento es algo que no tiene precio. Me pesa no haber podido mencionar los trabajos de todos y cada uno de ellos en el reportaje, pero eran tantos…. ¡Es algo que da para un libro! No me extraña que otros colegas, como Valentín Carrera, hayan terminado escribiéndolos. Yo lo estoy pensando…

Porque, al final, ahí están sus resultados. Como todo en la ciencia, lentos pero contundentes. Estos días de atrás me dejaba perpleja la inmediatez que desde la sociedad se exigía a los investigadores del SARS-CoV19.  Me llegaban comentarios del tipo: necesitamos ya una vacuna, debemos tener test fiables al 100% o ¿qué pasa con los tratamientos?. Pero también veo que ahora ya comenzamos a comprender que este es un trabajo que lleva su tiempo porque no se basa en la magia, ni en creencias religiosas. Se basa en datos que hay que corroborar muchas veces. En el caso de la ciencia antártica además, implica un compromiso personal muy grande: dejar a la familia durante meses, realizar un viaje de casi 14.000 kilómetros del que no puedes volver fácilmente, trabajar a destajo de la mañana a la noche para aprovechar al máximo el tiempo compartido en tan asombroso lugar…

A cambio, la belleza.

Parémonos a reflexionar: basta ya de apoyar a quienes la destruyen, basta de escuchar a quienes en su inconsciencia premeditada nos condenan a un mundo sin futuro habitado por una humanidad sin abrazos.

Posdata:

En este mismo blog encontraréis el DIARIO)

En #SOMOSANTÁRTIDA de El País, muchos artículos por proyectos.

 

 

 

 

 

Supercomputación para prever el impacto de un desastre


Volcán islandés Grimsvötn en erupción.

ROSA M. TRISTÁN

¿Es posible detectar con tiempo una catástrofe natural y evitar, en lo posible, su impacto? ¿Y qué utilidad puede tener en el caso de una pandemia como la provocada por el SARS-COV-2, que no supimos ver, pese a las alertas que lanzaron hace tiempo algunos científicos? Esas son dos preguntas a las que una pequeña empresa española, Mitiga Solutions, una ‘spin off’ surgida en la Universidad Autónoma de Barcelona, está dando respuesta gracias a un innovador sistema que es capaz de anticipar el impacto de los peligros naturales antes de que se materialicen, además de hacer un seguimiento en tiempo real, gracias a la utilización de grandes supercomputadores.

Estas últimas semanas, los creadores de este sistema están volcando sus esfuerzos en una plataforma de prevención temprana de pandemias en países en desarrollo, una iniciativa con la que comenzaron a trabajar en octubre con Cruz Roja en África y que ahora centran en el COVID-19 . “Se trata de extrapolar el sistema que utilizamos en catástrofes naturales a riesgos sociales, generando modelos por supercomputación que ayuden a conocer la expansión del coronavirus, en principio en Kenia”, comenta Alejandro Martí, su director ejecutivo.

Cruz Roja, en Kenia.

La empresa comenzó con el desarrollo de un software que permitía la detección temprana de catástrofes como la erupción de un volcán. Gracias a su sistema, es posible saber cómo y por dónde se moverán las columnas de partículas que se emiten a la atmósfera, algo especialmente importante en el caso de las compañías de aviación -hay que recordar que hubo 100 000 vuelos cancelados con la erupción del Eyjafjallajökull en 2010 en Islandia- que se han convertido en sus grandes clientes, junto con las aseguradoras. “Estamos en contacto continuo con todos los centros de vulcanología del mundo y una vez que sabemos la altura de la columna que emite un volcán podemos ver hacia dónde irán las partículas de las 48 horas a los siguientes siete días. Es algo fundamental para las rutas de vuelo porque puede conocerse con antelación si tendrá que cerrar un aeropuerto”, explica Marti.

El asunto también es importante para las empresas que fabrican las turbinas de los aviones, dado que pueden predecir cuánto durarán en función del tiempo que estén expuestas a partículas como el polvo del desierto, las provenientes de grandes incendios, como los que el pasado año hubo en Australia o el Amazonas, e incluso la sal marina. “En este caso hacemos mapas de riesgos, modelos y diagnósticos de daños”, señala.

Martí comenta como ahora, gracias a la supercomputación, también realizan para aseguradoras modelos de riesgo de incendios forestales de grandes dimensiones, utilizando para ello datos de fuegos de años anteriores, meteorológicos y de estado de la vegetación, mediante el uso de datos satelitales. “Con ello hacemos un índice de riesgo por kilómetro”, comenta el directivo de Migita Solutions.

Pero también lo hacían ya antes con un objetivo social. En países volcánicos como Guatemala, Filipinas o México, Cruz Roja necesita saber con antelación el riesgo para las poblaciones aledañas a una erupción, es decir, si las cenizas y demás partículas van a afectarlas o no, para poder disponer de medios económicos que permitan su evacuación previa, en lugar de disponer de fondos a posteriori cuando el daño ya está hecho.

Extrapolar este trabajo previo a pandemias era algo en lo que ya trabajaban y que ahora ha tomado una nueva relevancia. Se trata de desarrollar una aplicación para móviles, pero también a través de la web o formularios en centros de salud, a través de las cuales se puedan recabar datos de personas con síntomas de coronavirus, de forma que en Mitiga Solutions puedan realizar modelos de movilidad del COVID-19 según las regiones. “Como la dispersión no es por el aire, sino de persona a persona, hacemos modelos teniendo en cuenta que se transite en torno a metro o metro y medio, de forma que podamos tener la imagen de un brote en una fase temprana”, explica.

De momento se ha iniciado una fase piloto en Sudáfrica y Kenia, en colaboración con Cruz Roja, que utiliza para llegar a la población un sistema de criptomonedas utilizado en otros proyectos: para animar a la gente a participar se les ofrece una cantidad de ciptomonedas, en colaboración con las autoridades, que luego pueden canjear por alimentos o equipamiento agrícola. Alejandro Marti es consciente de que para el brote actual no llegan a tiempo de ponerlo en marcha, pero confía en que ya esté disponible en caso de que hubiera otro e incluso otro tipo de infección general, como hubo en el pasado con el ébola. “Toda la información recabada se envía al sistema de salud, que es donde tendrán que hacer la gestión correspondiente según la información”, añade.

 

 

Las fibras de la ropa que ‘vuelan’ hasta lagos del Ártico


Lago de las Svalbard donde se recogieron microplásticos.

Encuentran hasta 90 microfibras por m2, que podrían haber llegado por el aire o con aves a uno de los lugares más aislados de la Tierra

 ROSA M. TRISTÁN

Las microfibras de nuestras ropa inundan la Tierra de un extremo a otro. Un solo forro polar, en cada lavado, libera hasta 1.900 de estas partículas microplásticas y, a falta de filtros en las lavadoras, viajan al albur del viento o las aves y pueden acabar en lo más profundo de los océanos, en el estómago de un pingüino o… en el fango en un lejano lago de Ártico. Esto último es lo que acaba de revelar al mundo un equipo de científicos españoles, que ha descubierto, por primera vez, restos procedentes de nuestra vestimenta de poliéster en un entorno que imaginamos tan inmaculado como es el fondo de uno de estos lagos cercanos al Polo Norte, en concreto en la isla Spitsbergen del archipiélago noruego de Svalbard. Allí, sobre unas rocas, han encontrado hasta 400 micropartículas por metro cuadrado, de las que 90 serían microplásticos, residuos que no vemos pero que cada día emitimos al medio ambiente en decenas de millones por todo el mundo.

La investigación, que es fruto de la colaboración entre varias instituciones científicas, forma parte de un proyecto nacional de investigación sobre microplásticos liderado por Francisca Fernández-Piñas, de la Universidad Autónoma de Madrid. Fueron científicos de otro grupo de la misma universidad, dirigidos por el biólogo Antonio Quesada, quienes en el verano de 2018 viajaron a Svalbard para proporcionar los sedimentos de un lugar muy alejado de actividades humanas masivas. “Se tomaron muchas medidas de seguridad para evitar que lo que recogíamos fuera contaminado por nuestra presencia, incluso nos hicimos fotos y análisis de la ropa que llevábamos”, explica Quesada, que a su vez coordina el proyecto europeo CLIMARCTIC en España.

De vuelta a España, las muestras pasaron para su análisis al equipo de Jesús Gago en el Instituto Español Oceanográfico, en Vigo, y por el de Roberto Rosal, de la Universidad de Alcalá, para acabar en el acelerador de partícula Sincotrón de Barcelona: “En total, se han utilizado tres técnicas diferentes para caracterizar los microplásticos, más que nunca antes en ningún trabajo”, destaca Miguel González-Pleiter, el primero de los autores.

Con todo ello, encontraron las micropartículas que son “inequívocamente” polímeros sintéticos de fabricación humana, como demuestran tanto su color como sus aditivos químicos. La inmensa mayoría son diminutas fibras plásticas procedentes de productos textiles, como ropas, redes, cuerdas, revestimientos… También había fibras naturales de lana, algodón o celulosa, pero con elementos como tintes, agentes blanqueadores, suavizantes o endurecedores, es decir, productos químicos que hablan de una ‘factoría’ humana y son ajenos a un medio natural. En cifras, el 17% de toda la basura ajena al medio eran partículas de poliéster.

Sincotrón Alba, en Barcelona.

Lo que no se conocen aún son los impactos o interrelaciones que pueden tener estas minúsculas fibras con la fauna del Ártico, aunque en otros lugares como la Antártida se han detectado enredadas en especies de zooplancton que habitan las aguas de Bahía Almirantazgo (Islas Shetland) y también se han visto microplásticos en unos pequeños animales oceánicos que habitan a profundidades de entre 7.000 y 10.890 metros y en las heces de los pingüinos.

Otras investigaciones anteriores también habían revelado ya que esta diminuta y a la vez masiva contaminación procedentes de nuestros tejidos artificiales se mueve por los mares, las aguas subterráneas profundas, la nieve o el hielo marino e incluso algunos trabajos mostraban que fibras de poliéster o acrílicas conforman la mayoría en la contaminación de las profundidades porque, al no flotar como otros materiales (polietileno o el polipropileno), se hunden en el mar.

Pero ¿cómo han llegado hasta un lago interior en las cercanías del Polo Norte? “Pues no lo sabemos, pero la hipótesis más probable es que hayan viajado por el aire o transportadas por aves. Podrían proceder de las bases de investigación cercanas, como la que nos quedamos durante la expedición, porque en su mayoría son fibras de ropa, pero también puede que lleguen de más lejos”, señala Quesada. De hecho, en el trabajo, publicado en la revista Science of the Total Environment, se menciona un estudio que reveló que hay hasta cinco veces más microplásticos en París después de la lluvia (en concreto, entre 3 y 10 toneladas de microfibras se depositaron por precipitación atmosférica en un año). Luego ¿acaso viajan también en las nubes?

Esa capacidad de moverse del microplástico que expulsamos de nuestras lavadoras será objeto de futuros trabajos, adelanta González Pleiter, pero de momento, el francés Steve Allen defiende que pueden transportarse unos 100 kilómetros por el aire, como determinó en una investigación realizada en los Pirineos. González Pleiter cree que “queda aún mucho por saber sobre la distancia máxima real que pueden recorrer, que podría ser mayor, pero hay que investigarlo”.

Por lo pronto, el Tratado Antártico, en su reunión en Praga del año pasado, ya recomendó a todos los países presentes en este continente del sur que hicieran una adecuada gestión de las microfibras, porque podría tener importantes impactos ecológicos.

De lo que no hay duda es de que estamos echando al medio ambiente un residuo que no vemos y que se puede evitar; por ejemplo, obligando a instalar filtros en lavadoras y en las depuradoras, porque hoy no los estamos eliminando y se encuentran en los lugares más insospechados.

 

¿Menos contaminación lleva a menos coronavirus?


Imagen que refleja poca la contaminación en la UE con el confinamiento. @ESA

ROSA M. TRISTÁN

Desde que más de un tercio de la Humanidad anda confinada, varias son las investigaciones que, a tenor de los datos, han revelado cómo los índices de contaminación ambiental han caído en picado. Cielos más limpios, más pájaros que cantan en nuestras ventanas, mariposas que revolotean por las azoteas… Ahora, un nuevo artículo científico nos dice que en los lugares donde las personas estamos más expuesta a más partículas PM2,5, es decir, las partículas en suspensión de menos de 2,5 micras que provienen, mayoritariamente del transporte, tenemos más riesgo de fallecer a causa del COVID-19. Una prueba más de que la contaminación mata, aunque haya responsables políticos que no se lo crean.

sigue en PÚBLICO. 

 

A por un ‘sistema de alerta’ del coronavirus


ROSA M. TRISTÁN

¿Podríamos prevenir por dónde y cuándo la expansión del coronavirus que genera el COVID-19 va a ser mayor, igual que ahora podemos predecir, con cierta antelación, cuándo lloverá o nos afectará una ola de calor? Cuando aún nos queda mucho por saber sobre este microorganismo que ha puesto el planeta patas arriba, esta es la posibilidad en la que ya están trabajando investigadores de la Agencia Española de Meteorología y del Instituto de Salud Carlos III: la puesta en marcha de un sistema de alerta temprana que adelante posibles ‘picos’ favorables a su expansión, a tenor de factores como la temperatura, la humedad, la radiación ultravioleta, la contaminación ambiental y el polvo sahariano (mineral) que tan a menudo nos llega del Sáhara.

Apenas se ha iniciado el estudio con los últimos 14 días (a fecha 14 de abril) y ya tienen algunos datos que pueden ser de gran interés porque resulta que confirman que a menor temperatura de promedio en un comunidad autónoma, hay un mayor número de casos de contagio por cada 100.000 habitantes, que son los datos de incidencia que se han proporcionado desde el Carlos III. Es decir, el aumento de temperatura frenaría los contagios, como apuntaban ya algunas investigaciones internacionales. También lo haría el aumento de la humedad ambiental. Sin embargo, tal como ya han señalado otros trabajos en Estados Unidos, la contaminación ambiental aumentaría los riesgos y lo mismo ocurriría con el polvo saharaino, dado que son partículas a las que podrían ‘pegarse’ los diminutos coronavirus para permanecer en el ambiente.

«Hemos buscado indicadores que sean sencillos de explicar como temperatura o humedad, aunque ésta última varía mucho según se viva cerca de un río, pero el objetivo es hacer este diagnóstico para tener modelos y poner en marcha un sistema de alerta temprana trabajando por áreas, como lo hacemos para el sistema de olas de calor mediante la elaboración de mapas de riesgo según las condiciones atmosféricas», me explica Fernando Belda, científico encargado en Aemet de este estudio. En el caso de las olas de calor, Aemet lanza una alerta (verde, amarilla, naranja o roja) según el grado de riesgo que hay para la población.

Aunque de momento, las dos instituciones han comenzado a analizar los datos por comunidades autónomas, tienen previsto iniciar el mismo trabajo en Madrid, Valencia, Barcelona y Vitoria, que son las ciudades que han resultado más afectadas por la pandemia. De este modo, juntando datos ambientales y de salud (también con variables como ingresos hospitalarios, ingresos en UCI y mortalidad) se pueden llegar a identificar las zonas de riesgo en tiempo real  diseñar estrategias de diagnóstico y prevención para la gestión de medidas de actuación adecuadas desde el ámbito de la salud pública.

Por lo pronto, los resultados preliminares apuntan a que a medida que se acerque el verano tendremos menos coronavirus en el entorno, siempre y cuando mantengamos los niveles de contaminación que estos días de confinamiento han bajado como nunca antes.

 

 

Los ‘respiradores’ que necesita el cambio climático


ROSA M. TRISTÁN

Cada día surgen más voces que alertan de la urgencia de poner fin a la crisis climática con tanto ímpetu y esfuerzos como se está poniendo a la pandemia más impactante en la historia de la Humanidad, entre otras cosas, porque nunca hemos sido tantos los afectados. Son voces científicas que, igual que alertaron en el pasado de que podía producirse una crisis global sanitaria como la actual, también vienen avisando de lo que se nos viene encima si no atendemos a los daños que estamos haciendo a la Tierra.

Agobiados por el microscópico coronavirus, que tanta muerte en soledad está provocando, se nos puede olvidar mirar otros sucesos que, no por ser menos inmediatos, serán menos cruentos en vidas y en pérdidas económicas. Me refiero al cambio climático. Es más, ya hay investigaciones (que deberán ser publicadas en revisas de impacto, pero ya son públicas) que nos dicen que a más aire sucio, más posibilidades tendremos de morir por una infección como la del COVID-19 o la del SARS que si habitamos en un entorno saludable. Os lo contaba en Público.

Esta pandemia nos está demostrando que cuando vemos nuestra salud humana amenazada, nos plegamos a mandatos y recomendaciones, invertimos en frenarla, recurrimos a la ciencia en busca de salvación… Ponemos la supervivencia por encima de consideraciones económicas. Sin embargo, cuando vemos que los hielos del Ártico desaparecen, los glaciares en las más altas cordilleras del mundo se diluyen, la biodiversidad corre riesgo de colapsar en 10 años o la Antártida se calienta, la respuesta es, cuando menos, insignificante.

Hace pocas semanas, como sabéis, volví de la Antártida tras un mes y medio de viaje con científicos españoles. Quizás todo es casualidad, pero en esta campaña, en el continente de hielo, que acumula más del 80% del agua dulce terrestre, se vivió una ola de calor en enero en su parte oriental (registraron una media de más de 7ºC en una base australiana a finales de ese mes y hasta un día 9ºC), luego un récord de 18,3ºC en febrero en una base argentina de la Península Antártida (eso fue a mi llegada)y, ahora, en abril,me llegan noticias desde esa misma base de que están a 2,51ºC cuando a estas alturas, según sus propios datos, debían estar siempre a bajo cero… Todos los investigadores con los que estuve allí detectaron más deshielo glaciar y del permafrost, menos nieve, más agua vertiéndose en los mares…

Mientras veo esta urgencia,  resulta que debido a la pandemia, la Cumbre del Clima se aplaza, Donald Trump elimina las leyes restrictivas a vehículos más contaminantes y en España la Junta de Andalucía aprovecha para ‘cepillarse’ la normativa ambiental… y, aunque ya se ha dicho, no puedo por menos que reincidir en que tenemos, no una, sino dos crisis abiertas y que deberíamos aprovechar para mitigar esa contaminación que está colapsando los pulmones de la Tierra como el COVID-19 colapsa los nuestros. También en este caso, tener ‘respiradores’ se hace imprescindible y no se fabrican en China, sino que son medidas de mitigación del cambio climático -como las energías renovables o un consumo energético más eficiente o, mejor, menos consumo- que podrían generar beneficios.

Así lo cree un grupo de científicos chinos que acaba de publicar un artículo en Nature,. En el fondo, lo que buscan con su trabajo es equilibrar los beneficios que a largo plazo se tienen con la mitigación climática con los costos de reducción de la contaminación a corto plazo para cada país, teniendo en cuenta el reparto equitativo del esfuerzo entre todos los países. Es decir, cuantifican los beneficios directos que se perderían si no se hace nada o muy poco para no superar un aumento global de temperatruas de entre 1.5ºC y 2°C. Es la visión ‘economicista’ del calentamiento global.

La investigación, cuyo primer firmante es Yi-Ming We, estima que habrá una pérdida global entre 50.000 y 792.000 millones de dólares en  2100 si las naciones no cumplen con lo que se comprometieron en sus planes nacionales para frenar el cambio climático (conocidas como NDCs), es decir, lo que van a reducir en las emisiones de gases de efecto invernadero. Sin embargo, indican que con una estrategia de cooperación global para esa misma fecha, en lugar de esas pérdidas, podría haber un beneficio económico de entre 127.000 y 616.000 millones de dólares. ¿Qué queremos dejar a nuestros nietos y bisnietos? ¿Pérdidas o ganancias?

Los investigadores recuerdan que las temperaturas globales pueden aumentar en 1.5ºC entre 2030 y 2052. Siempre conviene recordar que es una media, así que en muchos sitios será mucho más y que los daños causados tendrá unos costes que ya quedaron en evidencia en la Cumbre celebrada en Madrid, en el intento de que se aprobara un fondo para ayudar a los países en desarrollo en esos trances.  Pero es que, además, Yi-Ming Wei, Biying Yu concluyen que se pueden alcanzar los objetivos de limitación de temperatura por debajo de 2ºC y a la vez aumentar en el ingreso neto de un país. Es más, todos los del mundo tendrían beneficios en apenas 80 años si no se superan los 2ºC. Eso si, para ello hay un grupo que debe hacer una inversión inicial, que son para las economías del G20, de entre 16.300 y 103.530 miles de millones de dólares. En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, entre 5.410  y 33.270 millones y para  Canadá y Australia, la inversión inicial también es relativamente más alta que otras economías del G20. En 80 años, lo habrían recuperado.

Ahora bien, ¿cómo conseguirlo? Pues para no llegar a esos 2°C, señalan que la mayoría de los países necesitan mejorar al menos modestamente sus planes de reducción de emisiones actuales, si bien el problema es que ni siquiera estos planes se están cumpliendo y que, además, cada uno los ha elaborado con criterios que no son reales. Para alcanzar el objetivo de 1.5 ° C, se requieren 28-30 reducciones adicionales de GEI de GtCO2-eq en 2030, a nivel mundial.

La cuerda de los neandertales: más de 45.000 atando cabos


Scientific Reports (2020).

ROSA M. TRISTÁN

Casi siempre que representamos a nuestros extintos parientes, los neandertales, lo hacemos vistiéndoles con pieles de animales, más bien poniéndoselas encima casi de cualquier forma. En la última década no han dejado de publicarse hallazgos que, de repente, nos han descubierto que esos seres primitivos, en realidad, no eran tan distintos a nosotros mismos, es más, que incluso compartimos sus genes y los heredamos porque durante un tiempo vivíamos en el mismo espacio y tiempo. Y, sin embargo, no dejan de sorprendernos. Ahora, gracias al hallazgo de una cuerda trenzada de seis milímetros de largo, realizada por uno de estos homínidos. Un pequeño objeto que abre un sinfín de posibilidades.

Imagen de la cuerda por un microscopio electrónico @Scientific Reports (2020).

El pequeño cordaje, tres insignificantes haces de fibra vegetal retorcidas, se encontraba sobre una piedra de unos 6 centímetros en un abrigo, es decir una pequeña cueva, conocido como Abri du Maras, cerca del río Ardeche, un afluente del Ródano (Francia). Estaba en un nivel que, según las dataciones, tiene entre 41.000 y 52.000 años, es decir, una fecha media de 45.000 años, cuando los últimos neandertales aún se paseaban por Europa y nuestra especie era, si acaso, una recién llegada.

Los investigadores, que dirige Bruce Hardy y del que forma parte la estudiante del IPHES Céline Kerfant, explican que estaba en el mismo lugar donde ya habían encontrado (desde 2006) más de 4.000 piezas de piedra de unos 15 milímetros, trabajadas con la técnica ‘Levallois’ típica de esta especie, así que no hay duda.

Especulan que el trenzado quizás estaba estar enrollado entorno a la herramienta, como si se tratara de un mango, aunque también podría ser parte de una red para pescar o de una bolsa. Pero son eso, especulaciones.  Si que mencionan que sabía del uso de plantas porque en el yacimiento prehistórico de Poggetti Vecchi (en la Toscana), otros neandertales hicieron palos de madera del boj usando el fuego, si bien  se olvidan que en un yacimiento vasco se encontraron otras herramientas de madera de hace 90.000 años.  Y hay que mencionar el Abric Romaní (en Barcelona), donde se han documentado formas de vida neandertales que hablan de su complejidad cultural.

Con todo, casi todos los restos del Paleolítico Medio que se conocen son huesos y piedras y hay ‘una mayoría que falta’, que es todo lo perecedero porque no fosiliza. De ahí la relevancia de este hallazgo, publicado en la revista Scientific Reports. Es la primera evidencia de que los neandertales usaban fibras naturales para obtener hilos y con ellos elaborar otras cosas. La prueba más antigua de algo similar, hasta ahora, eran unas fibras descubiertas en el  Ohalo II (Israel) de hace 19.000 años, indiscutiblemente de nuestra especie.

De su detallado estudio, con microscopía y espectrocopía, han descubiero que las fibras proceden del interior de una planta sin flores, quizás una conífera, y eso revela que los neandertales tenían un amplio conocimiento del crecimiento y la estacionalidad de estos árboles porque resulta que esas fibras son más fáciles de separar de la corteza y la madera a principios de la primavera, que es cuando la savia comienza a subir. Después, se hacen demasiado grandes y ya no podrían sevirles. ¿Y cómo las separaban de la corteza? Pues se cree que las golpeaban hasta desprenderlas, aunque también se sabe que sumergidas en agua se ablandan y es más fácil separarlas. Luego, una vez conseguidas, retorcían cada una de las fibras en el sentido de las agujas del reloj y, por último, las tres juntas en el sentido contrario.

Yacimiento francés donde ha sido hallada la cuerda. @Scientific Reports (2020).

voilà!. La cuerda.  Algo tan sencillo y que es tan fundamental para tan grande cantidad de actividades humanas, porque no sólo facilitan el transporte y el almacenamiento de alimentos, sino que ayudan en el diseño de herramientas complejas (como redes de pesca, elementos de decoración o arte, la navegación…). Apuntan los científicos que una vez conocida, es muy probable que esta técnica se convirtiera en indispensable y la usaran en su vida cotidiana. También que dedicarían muchas horas a ella, porque hacer encordado requiere mucho tiempo.

Es más, mencionan un aspecto que va más allá del mero objeto: «Las plantas juegan un papel importante en la formación del pensamiento de una cultura, su representación del mundo y su cosmogonía». ¿Qué pensaban los neandertales? Como poco, señalan que hacer cuerdas requiere una comprensión de conceptos matemáticos y realizar un cálculo general que permita poder crear un aestructura de este tipo, por lo que sugieren que algo tan sencillo como este objeto puede contener las «posibles bases cognitivas salvajes para la abstracción y el pensamiento simbólico moderno» porque  requiere realizar un seguimiento de múltiples operaciones secuenciales simultáneamente, a lo que se suma la necesaria memoria operativa. 

En  definitiva, que tenemos cuerda desde hace tiempo…