ROSA M. TRISTÁN
Golondrinas y vencejos sobre los trigales. Los pájaros son los primeros en darme la bienvenida en los aledaños de la Sierra de Atapuerca, ese espacio que recoge la memoria del tiempo y en el que, a medida que me acerco, voy distinguiendo la Cueva Mayor en la ladera, la entrada en la que Susana Sarmiento me pertrecha de un casco, los andamios que jalonan la Trinchera del Ferrocarril y, claro, ese tajo en un queso gruyère en el que, como roedores, los miembros del equipo de Atapuerca van horadando sus paredes año tras año, sacando a la luz miles de huesos.