ROSA M. TRISTÁN
Recuerda Gustavo Duch que con la globalización, la alimentación humana dejó de ser un derecho humano para convertirse en un negocio. Recuerda que más de 40 millones de hectáreas (la mitad de África) han cambiado de manos por no más de 100.000 millones de euros, y que los precios de la comida, y por tanto el hambre, no depende de la escasez o abundancia tanto como de la manipulación en los mercados. Que hoy muere más gente por comer mal que por no comer…. y entre unos y otros suman un tercio de la Humanidad.
Su último libro, «No vamos a tragar» (Ed. Los libros del Lince), está plagado de datos que revuelven el estómago, pero también hay recetas de suculentos ‘platos’ que abren el apetito y siembran la esperanza de que aún estamos a tiempo de cambiar las cosas, de recuperar, como él dice, «la soberanía alimentaria frente a la agroindustria». Se puede y se debe.
¿Alguien puede creer que esas macroempresas y sus investigadores piensan en los desnutridos? Pues sí, a menudo me topo con gente que hace estas afirmaciones… y me atragantan. Son personas con altos niveles de formación que creen que hay que producir más y más porque ahí está la solución de la miseria, gentes que poco o nada han pisado los lugares donde habitan esos enfermos de hambre, y que nada y menos han compartido con campesinos a quienes esas grandes empresas están quitando sus tierras. Por suerte, la vida si me ha dado ocasión de conocer sus casas, sus campos, sus tragedias. Y eso no se olvida.
Duch explica que los alimentos hoy son como pastillas de colores : las amarillas (cereales) las comercializa la multinacional Cargill en un 90%; las rojas (carne), Smithfield (Campofrío); las azules empresas como Pescanova; las blancas (leche y derivados) Lactalis; y las verdes, Monsanto o Syngenta. Y mientras las estanterías de las grandes cadenas se llenan de colores, nuestro campo está desteñido, abandonado, triste. «Según un estudio reciente, tenemos tierra más que suficiente para alimentar a toda la población de Cataluña y también de otras muchas zonas del país. Para ello hay que volver. Yo lo llamo la ‘re-vuelta’ al campo, el asentamiento en pequeños pueblos de gente joven que pueden ser nuestros proveedores de alimentos», señalaba Duch hace unos días en Madrid, cuando presentó su nuevo libro.
Como le conozco de hace años, no dudé en acercarme a saludarle y compartir el estreno. Veterinario de formación, en 1991 creó junto con otros compañeros la ONG Veterinarios Sin Fronteras, con objeto de apoyar a las comunidades campesinas en dificultades. Y en ello sigue, ahora como autor y divulgador.
«La naturaleza no está en crisis. Las gallinas siguen poniendo huevos y las semillas crecen. Lo que está en crisis es el modelo capitalista, y no puede perdurar porque bordea el límite. El sector intermedio está en manos del sector financiero; luego pasan cosas como las de Pescanova, que produce beneficios y tiene una deuda de 4.000 millones. Al final se genera la obsesión por producir sin límite, mientras que a más producción hay más hambre. Es hora de poner en primer término la reproducción de la vida frente a la reproducción del capital».
Sus palabras las absorbía un andaluz del movimiento EXTIERCOL, de Cuevas del Becerro (Málaga).Allí, me contaría después, un grupo de jóvenes en paro se han unido para cultivar tierras que estaban abandonadas, cuyos dueños son jubilados o mantienen unos sistemas de producción anticuados. Es un fenómeno que se está repitiendo por todo el país.
«Este es el Año de la Agricultura Familiar, que es capaz de producir el 70% de lo que comemos con sólo el 20% de las tierras fértiles. Pero no tenemos que tragar con este sistema. Conozco muchas historias de gente pequeña, neo-rurales que quieren contactar de nuevo con la tierra«, señalaba Duch.
Y, como él, esas son las semillas que veo florecer a mi alrededor. Apetitosos menús de amigos que dejan la gran urbe y compran vacas en Cantabria, amigos que cultivan tomates en extinción en Pirineos, amigos que dedican su vida a las abejas, amigos que ha organizado en mi barrio grupos de consumo para que esos productos lleguen a los ciudadanos como yo.
El pasado domingo, la Feria de la Economía Social, en Matadero Madrid, era un hervidero de iniciativas que buscan otras fórmulas para vivir de la tierra sin machacarla. Un vivero de semillas. Un día antes, el sábado, había visto la otra cara de la moneda: visité en Los Monegros una zona donde están experimentando cómo limpiar los cauces de ríos que hoy son una cochambre por los cultivos extensivos. El blanco y lo negro.
Bien es cierto que en este país, el campo se ha menospreciado desde hace medio siglo, como me apuntaba recientemente Julio Llamazares. La Revolución Verde nos pilló en plena dictadura y en los años 60 el triunfo social consistía en dejar el pueblo y venir a la ciudad. Así lo hicieron mis padres y toda mi familia. Ser de pueblo era ser paleto, cateto e inculto para los urbanícolas, así que había que tomar distancia…Y tanta se tomó que hoy sólo nos quedan 400.000 agricultores en nuestros campos, mientras el 60% de la comida nos viene de lejos… a menudo de muy lejos.
También me cruzo con personas en las que ha calado el falso mensaje solidario: «Pero si dejas de comer garbanzos de México, kiwis de Nueva Zelanda y naranjas de Marruecos, esos campesinos morirán de hambre».
Ellos, probablemente, tampoco han estado en las casas de esos campesinos, donde a poco que insistas se desborda el vaso de esas angustias que sufren cada año, en las cosechas, con los precios de miseria que consiguen de la agroindustria devoradora de recursos. Total, para acabar un tercio en la basura.
Los neo-rurales son muy pocos, es verdad, pero proliferan a mi alrededor como hongos. ¿Será casualidad?…
Y no lo tienen fácil, pues también en los pueblos hay mucho agricultor que sólo quiere exprimir la tierra al máximo, que cultiva en función de las subvenciones europeas, que abusa de pesticidas y fertilizantes…. Y son mayoría también los que prefieren que se pierdan los cultivos, cuando ya no puedan más y se retiren, antes que prestarlas a otros.
En lo contrario mi padre fue un pionero. Hace años, cuando vio que sus viñas se perdían, las cedió a un joven bodeguero de un pueblo cercano al suyo. De cuando en cuando, ahora le da unas botellas de vino ecológico de Ribera del Duero, y mi padre se siente pagado con creces. Le gusta pasear por las viñas y ver que siguen dando frutos que alegran los sentidos.
Hombre de campo, a sus 84 años, lo tiene claro: La tierra para quien la trabaja y con ella nos alimenta.
Muy emocionante la dedicatoria a tu padre.
Entre todos lo vamos a conseguir
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Está muy bien el artículo, quedan claros muchos problemas del mundo actual globalizado, pero es difícil ( utópico) conseguir cambios importantes que permitan el equilibrar las diferencias norte-sur.
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Qué gran artículo, Rosa. Cuantas cosas cuentas! Y qué grande tu blog. Y tu padre. Y cuanta gente interesante conoces.
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Querida Rosa,
No puedo estar más de acuerdo con lo que has escrito. En más de una ocasión he conversado con personas interesantes, sacando a colación la necesidad de volver a nuestras raíces, nunca mejor dicho. Quizá ese cambio llegue pronto. La mayoría somos primates bastante torpes. Por eso los más espabilados se aprovechan de ello. Pero por fortuna algunos especímenes piensan lo correcto. Y eso hará que algún día cambien las cosas. O eso espero.
Un fuerte abrazo
José maría
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Muy bueno!
Me ha gustado muchísimo!!!
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