ROSA M. TRISTÁN
A la Tierra se le ha ‘atrangatado el menú que servimos a la mesa. Garbanzos, trigo, piensos, frutas, hasta los ajos vienen de regiones a miles de kilómetros de nuestros platos. ¿Podemos permitirnos el lujo de que un trago de vino viaje desde Chile hasta España en avión, que el de España viaje a Sudáfrica, que el de Sudáfrica se consuma en Londres? En la Hora del Planeta apagamos la luz durante 60 minutos en protesta por el calentamiento global que genera la contaminación por CO2. ¿Nos preguntamos luego de dónde viene nuestra comida’ ¿Cuál es su impacto? En este artículo en la revista MÍA de esta semana, podéis obtener algunas respuestas.
Al final he incluido el texto completo.
¿DE DÓNDE VIENE LO QUE COMEMOS?
Los garbanzos que ponemos en el cocido han recorrido más de 9.000 kilómetros desde la mata, los kiwis casi 20.000 y el café supera los 6.000. Con estas distancias no es de extrañar que a la Tierra se le quede ‘atragantado’ el menú que servimos a la mesa. Un estudio, realizado por investigadores de la Universidad de Sevilla y de Vigo, ha revelado que, de media, nuestra comida recorre 5.000 kilómetros antes de acabar en el carro de la compra. Sin embargo, el coste de los daños ambientales y sociales de este ‘turismo’ alimentario no se reflejan en la factura del supermercado.
Para cambiar esta tendencia, comienzan a extenderse alternativas como el movimiento ‘Slow Food’ o ‘Kilómetro Cero’, redes de consumo sin intermediarios y campañas que tratan de poner en valor los productos de la tierra, como es la de ConSuma Naturalidad, de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente.
Ha sido la investigación ‘Alimentos kilométricos’, encargada por la organización Amigos de la Tierra, la que ha puesto cifras medioambientales a lo que los consumidores ya sospechábamos: la comida extranjera no es tan barata como parece. Según los últimos datos disponibles, en 2007 se importaron 30 millones de toneladas de alimentos, un 53% más que doce años antes. Eso supuso la emisión contaminante de 4,74 millones de toneladas de CO2, el gas de efecto invernadero que causa el calentamiento global y que luego España debe compensar pagando muchos millones de euros.
“Con la crisis se han recortado algo las importaciones, pero sigue siendo un desastre que la mitad de la comida venga de fuera, que el 80% de algo tan tradicional como los garbanzos viajen desde México o que traigamos vino a un país de bodegas; el sistema agroalimentario global prefiere concentrar la producción porque abarata costes, aunque se destroce la tierra y se acabe con la soberanía alimentaria de los campesinos de fuera y de dentro”, señala uno de los autores, el profesor de Economía Aplicada Manuel Delgado.
Según su estudio, esas importaciones son responsables del 40% del consumo de energía en España al transportarse en barco y por carretera, pero también por avión. El ferrocarril, mucho más sostenible, ha caído en desuso.
Por volumen, lo que más compramos fuera son cereales: más de 13 millones de toneladas de trigo para el pan, arroz para las paellas o maíz para piensos de animales que nos llegan en barcos desde Brasil y Asia, por carretera desde Europa e incluso volando en avión desde Argentina. Y mientras se llenan sacos al otro lado del planeta, en España se han dejado de cultivar dos millones de hectáreas cerealistas en los últimos 20 años.
El trabajo hace especial mella en lo que supone una dieta demasiado carnívora: al maíz de los piensos, que supone la partida más elevada de los cereales, hay que sumar también la soja, que recorre una media de 8.000 kilómetros para engordar nuestras terneras. En la actualidad, se calcula que 50 millones de hectáreas, en un triángulo entre Argentina, Brasil y Uruguay, ‘chupan’ el agua de las cuencas del Amazonas y el Paraná para producir estos piensos. “Es el equivalente a la Península Ibérica; para obtener un kilo de carne se precisan seis de vegetales, un dato a tener en cuenta a la hora de comernos un chuletón, aunque los animales vivos viajen bastante menos”, argumenta el profesor.
Y los cereales no son únicos extranjeros de la bolsa. Aunque España se considera ‘la huerta de Europa’, y como tal exportamos las mejores frutas y verduras a los vecinos, al mismo tiempo compramos a países tan distantes como Tailandia o Ecuador. Como consecuencia, lo que contiene nuestro frutero ha recorrido 5.000 kilómetros de media, aunque si nos gusta la piña de Costa Rica casi hay que duplicarlos.
Marta Soler, profesora de Economía Agraria, y también coautora de la investigación, es partidaria de que el etiquetado de la comida no sólo recoja su composición, sino también estos kilometrajes, el medio de transporte e incluso el CO2 generado en ese trasiego de comida. “Así los consumidores veríamos muy claro parte del impacto ambiental”, argumenta.
Pero ¿hay alternativas? Todo parece indicar que están surgiendo propuestas tanto a nivel individual como más organizadas. Soler, por ejemplo, hace tiempo que no va a una gran superficie para llenar su nevera. “Se están extendiendo cooperativas de productores ecológicos, redes de autoconsumo donde se contacta con los agricultores sin intermediarios y, en contra de lo que se piensa, no es más caro. Además, si cocinas productos saludables, ahorras dinero en gimnasios y dietas”, señala Soler, que recibe parte de su compra en la misma facultad donde da clase.
También lo cree así Manuel Delgado, un convencido de que los consumidores tienen el poder porque “si cada vez más personas elegimos productos locales y de temporada, aumentará la oferta”. “Y empezamos por frutas y verduras, pero luego podemos evitar el pescado de piscifactoría, que es muy dañino con el entorno, o los langostinos que destrozan los manglares americanos”, va enumerando.
Eso es lo que han hecho Lara Martín y Alvaro Garrido en el conocido Restaurante Mina, en Bilbao. Su local forma parte del movimiento Slow Food, una asociación gastronómica que dio sus primeros pasos en Italia en 1989 y cuyos miembros -más de 100.000 en el mundo- se comprometen a comprar productos locales y de temporada. Su lema: cuanto más cerca esté el suministrador, más saludable para el planeta y para el comensal. “Desde que abrimos, hace seis años, hemos procurado tener proveedores de la zona por un compromiso ambiental y social. Aquí lo que ofrecemos es un menú degustación: si es época de pochas, ponemos pochas, y si lo es de setas, se comen setas. Sin exotismos. Y los clientes lo agradecen porque está todo más rico”, reconoce Lara, encantada con los resultados.
Lo mismo comenta a MÍA Jordi Artal, chef del restaurante barcelonés Cinc Sentits, que obtuvo una estrella Michelín en 2008 y está en la red Kilómetro Cero de Slow Food desde hace dos años. Artal siempre quiso comprar a los de su tierra: “Los tomates son un buen ejemplo”, comenta. “Mi abuela lloraba al recordar el sabor de antes y hace un año encontré a un agricultor que me vendió lo que llama ‘tomates del abuelo’, semillas de su familia que dan frutos muy feos pero con un sabor espectacular. ¡Y en el mercado no los quieren!, una pena porque al final perderemos variedades que son únicas”, apostilla.
Precisamente ayudar a conservar esa biodiversidad agrícola es el objetivo del programa que acaba de lanzar la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente. Financiada por la UE, pretende poner en valor especies autóctonas españolas, siempre que ayuden a la vida silvestre. Se trata del proyecto ConSuma Naturalidad, que dirige Fernanda Serrano en la Fundación y que en unos meses pondrá a la venta alimentos con un nuevo sello en la etiqueta. “Es una apuesta por las especies propias que, además, favorecen a otras de su entorno. Ahora estamos en la fase de conseguir adhesiones de los productores, pero en unos meses lanzaremos la campaña a nivel nacional”, anuncia Serrano.
Para llevar este sello, los alimentos deber
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